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  • Foto del escritorAntonio

Sacrificio


Khawlah aterrizó el pequeño zeppelin en la estación de suministro de agua. Esperó hasta que el centinela abriese la compuerta al otro extremo del corredor que conectaba la plataforma de aterrizaje con el edificio. A su señal, la tripulación se puso en marcha y bajó por la escalerilla en fila india. Ella, que iba la primera, se ajustó la correa de las gafas multifunción en su cabeza para pararse un instante a mirar el cielo sin dañar sus ojos. El sol del atardecer era tan abrasador como el de la mañana; aquellas gafas y el lino claro que la cubría de la cabeza a los pies eran la mejor protección con que podía contar para evitar quemaduras. Atravesó el corredor seguida de sus subordinados y llegó hasta la compuerta. Deslizó las gafas por encima de sus cejas y negó con la cabeza para responder a la pregunta del centinela, sin detenerse a dar explicaciones. Esta vez no iba a recargar los tanques del dirigible. Buscaba otra cosa.


Ella nació mucho después del agotamiento del petróleo y de la Gran Guerra Nuclear. El hundimiento de las tierras del norte bajo las aguas y las grandes migraciones que de allí llegaron resonaban en su memoria como una leyenda que los mayores contaban para impresionar a los niños. Ahora los norteños vivían hacinados en reservas y ella misma era hija de uno de ellos. De él heredó sus ojos azules, que contrastaban con el negro intenso de su pelo y el moreno de su piel. Era alta y esbelta, y una cicatriz atravesaba su perfecto rostro desde la frente hasta la comisura izquierda de los labios, partiéndole la ceja en dos. Ni siquiera recordaba como se había hecho aquella marca, pero nunca olvidaría el día en que, cuando apenas había dejado de ser una niña, ella misma se amputó su deformada pierna derecha y la sustituyó por una prótesis robótica que le permitía moverse con mayor soltura. Ahora, ya adulta, apenas podía percibirse su cojera, e incluso corría y saltaba con bastante agilidad. En aquel mundo postnuclear podría decirse que, de no ser por aquella prótesis, ella sería el único ser humano conocido en perfecto estado fisiológico. Tres hombres conformaban el resto de la tripulación. Dos gemelos grandes y fuertes, cuyas severas deformidades les dificultaban el habla y ralentizaban sus movimientos, y Dzin, el ingeniero, que se desplazaba en una silla de ruedas eléctrica. Los cuatro iban armados en todo momento, lo cual era imprescindible para proteger los cargamentos de agua de los ataques de los salteadores.


A pesar de sus orígenes humildes, Khawlah había llegado a pilotar un zeppelin y a controlar todo el suministro de la región. Ello se debía a la confianza que los miembros del Consejo habían depositado en ella. Y esa confianza no era gratuita. Cumplía las órdenes con disciplina, era metódica en su trabajo y expeditiva con los salteadores, entre quienes causaba incontables bajas cada año. Asegurar el agua para su pueblo por vía aérea era su cometido. Los conductos subterráneos y el transporte por tierra no eran seguros. Sólo los zeppelines acorazados garantizaban que la población no muriese de sed, y ella siempre cumplía su misión con determinación inflexible. Sin embargo, aquel día lo puso todo patas arriba. Había incumplido con la ruta y el horario estipulados. Atendiendo a un rumor que escuchó la noche anterior, desvió el dirigible hasta aquella apartada estación, con la esperanza de encontrar algo. Dzin y los gemelos no osaron contrariarla, pero tampoco querían levantar sospechas en el Consejo, así que llegaron a un acuerdo: la acompañarían hasta la estación para ayudarla a recoger lo que buscaba, pero regresarían rápidamente a la ruta, sin demorarse más de una hora. Suficiente para ella.


Ordenó a Dzin que aguardase junto al centinela y vigilase el zeppelin desde la compuerta. Con un chasquido de sus dedos y un movimiento rápido de barbilla, los gemelos se situaron tras ella. Desenfundó el fusil que llevaba sujeto a la espalda y descendió varios pisos por unas escaleras metálicas hasta los enormes portones de lo que parecía una cámara acorazada. En pie, frente a aquellas moles de metal, se ajustó de nuevo las gafas y activó la visión infrarroja. Miró a izquierda y a derecha, fusil en mano. Todo estaba despejado. Bajó su arma y se acercó al teclado que abría los portones para marcar el código que le indicó su confidente y que ella había memorizado para no tener que anotarlo en ningún sitio. Los portones se abrieron muy lentamente con un silbido de gas que escapaba, como si se despresurizase la cámara. El interior era oscuro y frío. Colocó de nuevo las lentes sobre su frente y entró con el dedo tentando el gatillo. Poco a poco sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, y los contornos de la enorme bóveda se hicieron visibles. Columnas, vigas y tuberías se elevaban hasta el techo, a lo largo de toda la extensión de la pared circular de la gigantesca cámara. Desde una abertura en el techo penetraba algo de luz y colgaban unas cadenas, suspendidas sobre otro agujero circular de mayores proporciones en el suelo. Aquella segunda abertura daba directamente al pozo.


Desde que se la arrebataron siempre albergó la esperanza de recuperarla, pero encontrarla dependía de su propia supervivencia. Bajo las órdenes del Consejo, Khawlah tenía prestigio y autoridad, podía infundir miedo y respeto entre sus enemigos, arrasar con quien se le pusiera por delante y continuar impertérrita su camino. Era proveedora, mensajera, juez y policía. Sin el Consejo estaba perdida; hubiera sido una más de entre los miles de desgraciados que tarde o temprano morirían de sed o a manos de otro sediento. Sabía que haciendo aquello se lo jugaba todo. Pero tenía que recuperarla, o al menos intentarlo.


Escuchó un chapoteo seguido de un lamento en el fondo del pozo. Avanzó despacio, precedida de su fusil. Los gemelos la esperaban en los portones, armados y en guardia. El corazón le latía con rapidez. Alcanzó con una mano la barandilla metálica que bordeaba el agujero del pozo. Estaba fría y húmeda. Se asomó a la sima y apuntó al agua con el arma. No vio nada. Sólo escuchó otro breve chapoteo y luego el silencio absoluto. La llamó por su nombre y, a los pocos segundos, un lamento animal vino desde el fondo. Vio unas ondas en el agua y detrás de estas apareció una figura enorme y contrahecha que se desplazaba a nado hasta la escalerilla que subía hacia la cámara. Una zarpa grotesca asió uno de los barrotes y luego otra aún más grande se aferró al siguiente. Acto seguido, una masa de carne repleta de protuberancias emergió del agua. La columna vertebral se marcaba de manera insana a través de la piel de la criatura y, en lo que parecía ser el cuello, llevaba una argolla unida a una cadena que imposibilitaba que siguiera ascendiendo por la escalerilla. Finalmente la cabeza del ser se giró hacia arriba y miró a Khawlah, que reconoció los ojos azules de la bestia al instante.


Como el destello de un relámpago, una tormenta de imágenes acudió en tromba a su memoria. Recordó cuando aquellos mismos ojos, del mismo azul claro que los suyos, la miraban desde su regazo pocos años atrás. Eran los mismos ojos que la contemplaban atónitos cuando ella les mostraba cómo poner en marcha el zeppelin y que centelleaban de felicidad en el rostro infantil que Khawlah cubría de besos cuando nadie la miraba. Una lágrima resbaló a lo largo de su cicatriz y hasta sus labios al ver en qué clase de monstruo habían convertido a su chiquilla.


Un estruendo en los pisos superiores la devolvió a la realidad presente. Se escuchó también un tiroteo. Era una trampa. Los gemelos subieron al instante pero ella volvió la vista hacia la criatura y aguardó unos segundos. Apoyó el fusil en su hombro y apuntó directamente a la cabeza de la bestia. El disparo fue certero y la masa de carne se precipitó al agua. Le lanzó un beso, se enjugó las lágrimas y se dio media vuelta.


Arriba, los gemelos ayudaban a Dzin a contener a una banda de salteadores desde la compuerta de la estación. El cuerpo del centinela yacía sobre el suelo y uno de los gemelos lo utilizaba de parapeto para disparar desde aquella posición. Khawlah le ordenó que se apartara. Levantó el cuerpo con una sola mano y, agazapada tras éste, eliminó a cuatro de los atacantes con disparos de una precisión milimétrica. Quedaban otros tres, que corrían hacia el dirigible, pero ella no les dio tiempo a llegar. Se lanzó como una gacela a lo largo del corredor y, saltando cuchillo en mano, degolló al primero. Los otros dos depusieron las armas al verla frente a ellos con la daga ensangrentada en una mano y el fusil en la otra.


Dzin y los gemelos encerraron a los prisioneros en la estación mientras Khawlah ponía en marcha el dirigible. Una vez estuvieron todos a bordo, se elevó sobre el edificio y dio varias vueltas hasta situarse sobre la abertura superior de la cámara acorazada. Dejó caer dos granadas de fragmentación y, en apenas cinco segundos, el zeppelin se alejaba dejando atrás una columna de fuego y escombros. Ahora Khawlah sólo pensaba en cómo podría explicarle la destrucción de la estación de suministro al Consejo.


@antoniomarquezalcala


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