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  • Foto del escritorAntonio

Pánico


El muchacho corría a toda prisa a través del bullicio de las calles. Era una noche de sábado y la gente atestaba el centro de la ciudad. El frío intenso de febrero lo empujaba a apretar el paso entre la muchedumbre. Tropezó con alguien, se disculpó sin girar la cabeza y continuó su rumbo a toda velocidad. Cuando llegó a la boca de metro, vio que las puertas de la cancela todavía estaban abiertas y que tres chicas subían torpemente las escaleras entre carcajadas. Se lanzó escalones abajo, esquivó a las jóvenes, se adentró en el vestíbulo y saltó los torniquetes con disimulo. Después bajó por una escalera angosta y llegó, por fin, al andén.


Recuperó aire. El último tren aún no había llegado y el panel indicaba que todavía restaban cinco minutos para que apareciera. Se sentó en un banco, con las piernas extendidas y el trasero apoyado sobre el borde. Sacó del bolsillo su teléfono móvil y comenzó a jugar con él entre las manos, sin mirarlo, como si fuera un acto reflejo, inconsciente. Estaba solo en la estación y el silencio era total. Así pasó un par de minutos hasta que un ruido súbito, similar a un chasquido eléctrico, lo sobresaltó. Miró hacia su derecha, de donde parecía provenir el sonido, y permaneció inmóvil. El chasquido se repitió, pero esta vez en una sucesión de distintas tonalidades. Procedía claramente del túnel. Se revolvió en el banco, inquieto. No le gustaba aquel ruido, ni el silencio ni la soledad de la estación, y a su cabeza acudieron explicaciones de lo más inverosímiles. Así que se levantó y volvió sobre sus pasos, hacia la salida.


Cuando subió la escalera y alcanzó con la vista la cancela, detrás de los torniquetes, se quedó paralizado. Ahora estaba cerrada. Echó mano del móvil y comprobó que no tenía cobertura. No podía llamar a nadie ni tenía conexión de datos. De pronto, todas las luces se apagaron con un ruido sordo de fusibles y el pequeño vestíbulo de la estación de metro quedó a oscuras. Solo una iluminación tenue se filtraba desde el exterior a través de los barrotes de la cancela. Sin pensarlo dos veces, saltó los torniquetes y se abalanzó sobre las barras de hierro macizo para abrir las puertas a empujones. Pero fue inutil. Se dio cuenta de algo aun más extraño. Desde la calle no llegaba ninguna una voz, ni el ruido de los coches, ni el más leve sonido o movimiento. Sacó el móvil entre los barrotes. Alargó el brazo todo lo que pudo y lo movió de un lado a otro, pero no consiguió captar ninguna señal. Gritó pidiendo ayuda, pero no obtuvo respuesta. Su lamento se perdió en un silencio denso que amortiguaba cualquier sonido.

Apoyado contra los barrotes, agachó la cabeza y trató de controlar su respiración agitada. ¿Sería posible que lo hubiesen dejado encerrado allá abajo? Tras mucho dudar, se dio la vuelta, encendió la linterna del móvil y bajó de nuevo hasta el andén. Pensó que quizá encontrase algún operario que pudiera ayudarle. El haz de luz hería la oscuridad proporcionándole una visión limitada de su entorno pero suficiente para orientarse. Apuntó en todas direcciones, desconfiado. Enfocó al andén, a las vías, a la bóveda, a los carteles publicitarios. La luz parecía una luciérnaga perdida que se desplazaba sin rumbo fijo en la oscuridad. Se sentó con sumo cuidado sobre el mismo banco que había ocupado antes del apagón y continuó moviendo la luz a su alrededor. Al cabo de unos minutos, la batería del móvil se agotó. Quedó sumido en una penumbra absoluta. Solo, encerrado, bajo tierra.

Gritó un saludo trémulo con la esperanza de ser respondido por aquel trabajador imaginario que había tomado forma en su cabeza. Pero la réplica que recibió fue una nueva sucesión de chasquidos eléctricos, esta vez acompañados de un destello amarillento procedente de lo más profundo del túnel. El destello aumentó en brillo e intensidad, y a su cada vez más cercana presencia se sumaba un rumor creciente en los raíles. Él permaneció en el banco con los ojos entornados para ver mejor el resplandor que se aproximaba. Esperó atemorizado, sin mover ni un músculo. La luz avanzaba inexorable y, llegado un momento, se dividió en dos y dio de lleno en sus pupilas contraídas. Él cerró los párpados en un acto reflejo y, al volver a abrirlos, un destartalado convoy irrumpió en la estación con un fuerte estruendo de chirridos metálicos. Cuando el tren frenó, la locomotora emitió un silbido agudo con el que se abrieron las puertas de los vagones. Nadie salió. Iban vacíos. Aquella reliquia era un modelo increíblemente antiguo. Tenía la chapa oxidada y las ventanas cubiertas con una suciedad tal que casi parecían opacas. Las luces del interior de los vagones apenas permitían ver el lamentable estado en el que estos se encontraban, con asientos descoloridos y polvorientos, y barras agarraderas tan oxidadas como la chapa exterior.


El muchacho tragó saliva y se levantó. No sabía por qué. No entendía qué estaba haciendo, pero algo hipnótico, alguna fuerza extraña, tiraba de él hacia la luz mortecina del interior del vagón. Entró tembloroso. Entonces, un segundo silbido anunció el cierre de puertas y estas se sellaron todas a un tiempo. Él se agarró a la barra que tenía más cerca. Por unos instantes, el silencio le permitió escuchar los latidos acelerados de su corazón y su propia respiración jadeante. Luego, el tren arrancó.


La velocidad aumentó despacio, a medida que el convoy dejaba la estación atrás y se sumergía en el túnel para continuar su ruta. Poco a poco, las luces comenzaron a titilar en el interior del vagón y el muchacho creyó ver una figura en uno de los asientos pero, al estabilizarse la luz, aquella desapareció. Creía estar volviéndose loco, o viviendo una pesadilla de la que despertaría en cualquier momento. Sin embargo, sus sentidos le decían que todo aquello era algo más que un mal sueño. Las luces amarillentas, el olor a chatarra rancia, el polvo que se le filtraba hasta la garganta al respirar, el sonido de las ruedas metálicas recorriendo los raíles, el tacto frío de la barra. Todo parecía una locura espantosa, pero él la sentía demasiado real.


El tren aceleró un poco más, sobrepasando la velocidad que sería esperable en una máquina tan desvencijada y vieja como aquella. Las luces volvieron a titilar y terminaron por apagarse pero, a través de las ventanas, el muchacho vio unos fogonazos de color azulado que estallaban en la parte superior del tren, donde el pantógrafo conectaba con la catenaria. Bajo el brillo de uno de aquellos relámpagos pudo distinguir varias figuras sentadas próximas a él. Eran seres inmóviles que miraban hacia delante, con las manos apoyadas sobre sus rodillas, y cuyos rostros no tenían una expresión definida. Sus ojos eran blancos y sus bocas estaban entreabiertas. Él se agarró con más fuerza a la barra y cerró los ojos. Todo su cuerpo temblaba mientras la velocidad no cesaba de aumentar. El vagón comenzó a tambalearse y las ruedas, al rozar con los raíles, despedían chispas rojizas y chirridos de un estrépito ensordecedor, como si todo el tren fuera a descarrilar. El muchacho volvió a abrir los ojos. Entre destellos eléctricos y chispazos de fuego, observó su propio reflejo en una luna que se resquebrajaba poco a poco. Las figuras sentadas no se movían.


Hubo un último acelerón. Todas las lunas reventaron y una lluvia de pequeños cristales cayó sobre el muchacho y lo cubrió por completo. Por el hueco de las ventanas entró el fuerte viento provocado por la velocidad a la que circulaba el convoy. Fue entonces cuando los rostros de las figuras sentadas se giraron para mirarle. Eran personas y, al mismo tiempo, no lo eran. Quizá lo fueron en algún momento, en otra época. Las cuencas de los ojos de aquellos seres estaban ahora completamente vacías. Sus bocas se abrieron de par en par, mucho más allá de lo que era posible para un ser humano. Sus carnes y su pieles se pegaron a sus huesos y la corriente de aire se transformó en un lamento indecible, como de infinitas voces que gemían con ferocidad y violencia. Él quiso huir hacia atrás. Luchando por mantener el equilibrio, buscó algún otro punto de apoyo donde agarrarse, pero no lo consiguió, y un último destello azulado precedió a la caída en la oscuridad y el silencio absolutos.


El muchacho volvió en sí y vio unas personas junto a un banco del andén. Se acercó, aliviado. La estación seguía sumida en la oscuridad y aquellas personas llevaban linternas, monos azules y chalecos reflectantes. Eran operarios del metro que, horrorizados y en silencio, apuntaban sus focos hacia un tercer sujeto frente a ellos. Este se encontraba sentado en el banco, apoyado contra el respaldo, con los miembros rígidos. Sus manos agarraban sus rodillas. La cabeza, echada hacia detrás, dejaba ver un rostro pálido, con los ojos en blanco y la boca muy abierta, un rostro juvenil que el muchacho había visto por última vez reflejado en una luna que se resquebrajaba.


@antoniomarquezalcala

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